Sexualidad femenina I
La sexualidad es un aspecto de nuestras vidas que juega un papel muy importante en todas las áreas de nuestra existencia, más allá del puro estímulo genital, de las relaciones sexuales, o de la respuesta sexual que obtengamos de nuestras parejas.
Hay una definición de sexualidad en torno al sexo, que se refiere al hecho fisiológico de ser hombre o ser mujer desde los aspectos filogenéticos.
Otra definición posible se establece en torno al género, que se refiere a los roles que se le atribuyen culturalmente a las identidades masculinas o femeninas. Los estereotipos de género determinan de múltiples maneras nuestra forma de relacionarnos y de construir nuestra historia personal, en nuestro caso, como mujeres.
El género considerado como un constructo de creencias y prejuicios tiene un impacto directo en cómo las mujeres percibimos nuestro cuerpo y por lo tanto en cómo abordamos nuestra salud en general. El ejercicio de la sexualidad femenina como una experiencia de placer ha sido un tema tabú en la gran mayoría de las sociedades y sigue siéndolo aún en la nuestra actualmente. De hecho, somos testigos de grandes contradicciones: por un lado, el orgasmo, la masturbación, las prácticas sexuales libres, la autoexploración y el autoconocimiento entre mujeres son asuntos que han estado restringidos, o aún más, vedados, ya que la mujer se ubica en una posición de inferioridad social y es vista como una amenaza. Por otro lado, la imagen que los medios y la sociedad proyectan masivamente de la mujer la reduce a un objeto sexual, contribuyendo a crear y mantener estereotipos, imponiéndole a mujeres y niñas desde la más tierna edad una hipersexualidad que se manifiesta en todas sus interacciones, desde la forma de vestir, de hablar y de expresarse con su cuerpo.
Tales esteretipos en cada etapa de la vida de la mujer, en general sobre todo a partir de la adolescencia, se basan en una dualidad que pretende determinar la valía o falta de valía de la mujer de acuerdo a su forma de ser y de relacionarse con su entorno, lo cual suele limitar nuestra experiencia de la vida en general y, por lo tanto, de la sexualidad en particular.
En el reducido marco de esta visión que clasifica a las mujeres en santas/putas, honorables/desnhonradas, deseables/indeseables, buenas-mujeres/malas-mujeres, hermosas/feas, de-buen-cuerpo/de-mal-cuerpo, y así por el estilo, las mujeres responden adoptando comportamientos para encajar en su sociedad inmediata, buscando complacer a los demás y parecer más deseables. Para sentirse aceptadas, ceden parte de su poder personal a otros. Esto incluye el conocimiento del propio cuerpo y de la salud, perpetuando modelos de pobre experiencia de bienestar y de una limitada expresión del ser que se transmite de una generación a otra y que afecta tanto a hombres como a mujeres, al provocar una deconexión generalizada de nosotros mismos intentando reproducir estos estereotipos de manera consciente o inconsciente.
En esta reducción de la mujer a un objeto sexual, se banaliza lo sagrado de la sexualidad y se limita el potencial del contacto íntimo a la mera experiencia genitalizada, ya sea con fines de reproducción o inclusive de comercialización, propiciando prácticas sexuales degradantes o indignas.
Sin embargo, en una visión sana que abordaremos en el siguiente artículo, opuesta a los condicionamientos duales del valor de la mujer y más centrada en el desarrollo del crecimiento personal, plantearemos una sexualidad que promueve el desarrollo personal y espiritual, permitiéndonos expresar nuestra plenitud cabal en total libertad.