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Caravanas menstruales de ayer y hoy

Autor: Mariana Fresán
4 de julio de 2022

Según me cuentan, actualmente ya no pasa, pero si creciste en los 90’s o a inicios de los 2000, muy probablemente en la primaria o en la secundaria te hayan tocado aquellas famosas visitas que emprendieron las marcas de productos menstruales para darnos a conocer sus modelos de toallas innovadoras, más discretos y con más variedad de formas y tamaños que las que se usaban hasta ese entonces. 

A mí me tocaron varias campañas como ésas. Parecían visitas muy profesionales y científicas pero, ¡por favor!, la industria farmacéutica no da paso sin huarache; y sabemos que la filantropía no es precisamente su vocación. Fueron parte de una estrategia publicitaria de lo más certera y eficaz, porque las nuevas toallas eran más caras, pero más atractivas que las que nos iban a querer comprar nuestras mamás. En aquel entonces aún había poca variedad y competencia, así que el factor determinante para escoger una marca, al menos en mi familia, era el precio.

En mi escuela funcionó así: un buen día llegaron unas mujeres con perfiles muy joviales y muy cool, se metían a la dirección de la escuela y de pronto alguna trabajadora venía corriendo a los salones de 4º grado en adelante para interrumpir la clase y convocar a las niñas a una sesión informativa sólo para nosotras. ¿Y los niños? Pues ni modo que fueran a continuar la clase solitos y que luego fuera necesario repetirla cuando volviéramos. No: era más inteligente dejarlos salir al patio… ¡Y a jugar! Nosotras íbamos todas formaditas al aula de asambleas, la primera vez sin tener ninguna sospecha y sin que nadie se atreviera a decirnos una palabra hasta que las puertas del aula se cerraban. Y mientras escuchábamos los gritos de los otros divirtiéndose a lo grande, a nosotras nos contaban que, si todavía no éramos del club de las que sangran una vez al mes, eso no iba a tardar en suceder. Explicaban aspectos básicos de la fisiología del sangrado con un discurso convencional y mojigato, para luego distribuir paquetitos de regalo con sus productos, mientras se pavoneaban de que si los materiales modernos eran ultra absorbentes y que si las nuevas toallas eran casi invisibles, que si los formatos para sangrado “normal” y “abundante” y que si el “tamaño nocturno” y que si las alitas para fijarlas al calzón (¡la gran innovación!), etc.

La charla duraba alrededor de una hora y salíamos de ahí con nuestro paquetito escondido entre la ropa, no fuera a ser que los niños lo vieran y se pusieran a hacer preguntas incómodas. Porque el mensaje tácito era claro: esto es un secreto, un asunto sólo de nosotras, y que tenemos responsabilidades mientras que ellos pueden desentenderse y seguir jugando. Alguno llegaba a preguntar intrigado e inocente: ¿qué pasó? ¿qué hicieron? ¿por qué tanto misterio? Los más maleados, que ya se lo imaginaban, lo hacían burlones, para molestar. Y nuestra respuesta clásica, obviamente era, en el más educado de los casos: nada, o de plano un tajante: ¿qué te importa?

Así me hice de una pequeña colección de paquetes desde un par de años antes de empezar a menstruar. El primero que nos dieron lo abrimos mi mejor amiga y yo ese mismo día, curiosas de ver qué se sentía, preguntándonos si la sangre que nos saldría sería igual de líquida y abundante que la pipí. Quisimos usarlas como pañal para ver si aguantaban, pero por fortuna no logramos vencer la aversión a hacernos pipí en los calzones. Para satisfacer la curiosidad, decidimos entonces hacerle pipí por encima, sosteniéndola sobre la taza. Igual fue un batidillo y durante años nos reímos como locas recordando nuestras acrobacias. Obviamente, no cargaba conmigo una toalla de emergencia en aquel fatídico viernes que salí de la escuela rumbo al estudio de grabación de conocida televisora nacional, donde ese día nos presentaríamos con el coro donde cantaba. Mientras me ponía la ropa para el concierto, la amiga con la que estaba me miró y me dijo: oye, estás manchada. ¡Horror! Mi short rosa ahora era de color marrón. Salí y le conté a mi mamá, que no hizo siquiera el intento de ocultar su alegría: ¡ay, qué emoción! Genial, lo que me faltaba. Yo queriendo que la tierra me tragara y mi mamá ahí, como pavorreal. Tampoco ella traía toallas, así que sólo atinó a llevarme al baño para que me pusiera algo de papel. Obvio, hice una pelota enorme con kilos de papel, sintiendo que todo mundo se iba a dar cuenta. Y no sólo mis colegas del coro: los ojos de todo México me verían por la tele. No me sentía ni más mujercita, ni más especial ni nada de nada. Sólo crecía mi sentido de injusticia e indignación. ¿Por qué? ¿Por qué yo? ¿Por qué no fui niño? ¿Por qué ellos no tienen que pasar por algo como esto?

Durante muchos años estuve muy enojada. No creo que sea exagerado decir que odiaba mi ciclo y mi condición de mujer. Además me rompía el corazón estar generando tantísima basura, así que mi primer interés por la copa, cuando recién la vi en un aparador y me explicaron para qué servía, fue dejar de contaminar así a lo bruto. Qué iba yo a sospechar que veinte años después me encontraría aquí, con la loca pasión de resignificar nuestro flujo ante públicos cada vez más amplios y diversos, publicando literatura sobre el tema y ahora alimentando el sueño de una nueva caravana de mujeres que vayamos a las escuelas a compartir e informar, a niñas, niños y sus docentes, maneras posibles y armoniosas de gestionar nuestra menstruación de una forma más soberana, digna y ecológica.

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