Trastornos genitales y la copa menstrual
Tenemos tan normalizado el dolor y el sufrimiento y es un tema tan tabú, que muchas de nosotras hablamos poco -¡o nada!- del estado de salud de nuestros órganos sexuales. ¿Te han hablado de vaginismo? ¿De la vaginitis? ¿Acerca de la vaginosis? ¿De la dispareunia? ¿De los quistes, microquistes, pólipos o miomas? ¿Y de la endometriosis? ¿O de la anemia por sangrado abundante?
Yo jamás escuché nada acerca de eso hasta bien entrada la adolescencia y, en algunos casos, hasta la edad adulta. Mis primeros sangrados fueron irregulares y no los sentía venir en absoluto, sólo de repente mi ropa tenía una mancha imposible de ignorar. Hasta que un día cualquiera, me empecé a enterar del inicio de mi ciclo gracias a que llegaron a mi vientre los cólicos. Mi mamá nunca tuvo malestares, así que conforme fueron empeorando, íbamos probando los remedios naturales que las amigas y conocidas nos recomendaban, pues en casa nunca fuimos muy partidarios de las soluciones de la medicina alopática como primera opción. Así fue hasta que un día estuve al punto del desmayo y, por fortuna, alguien nos acababa de recomendar a una ginecóloga homeópata. Fuimos con ella, me hizo una exploración suavecita del vientre y diagnosticó un caso de microquistes ováricos. Fue la primera vez que escuché la palabra “quistes”. La doctora me dijo que era un trastorno bastante común y que, seguramente, se reabsorberían sin mayores consecuencias. Me recetó unos chochitos y… ¡Milagro! Al mes siguiente, el dolor ya fue menos salvaje y con el tiempo, al paso de los meses y los años, siguió disminuyendo; aunque el primer día de mi periodo aún se acompaña de unas horas de cansancio incómodo y pesado en toda el área de la cadera.
Poco después de aquella consulta, entré con inocencia e ilusión en mi primera relación. Debido a mi historia de violencia sexual en la infancia, yo jamás había explorado mis genitales y me tomó muchos meses alcanzar la confianza de intimar sexualmente en la pareja, así que fue hasta entonces que descubrí que cualquier intento de toqueteo de mi vulva o de penetración me causaba un dolor atroz. Durante años mi zona genital fue inaccesible hasta para mis manos, a excepción de la hora del baño, claro. Uno de los días más violentos y descorazonadores de mi vida fue cuando un ginecólogo, en una primera cita médica, me hizo aullar de dolor al querer sacarme sorpresivamente y a la fuerza un tampón recién puesto; o sea, totalmente seco. A lo que dictaminó furioso: usted lo que tiene es vaginismo y eso es un trastorno psicológico. Yo aquí no le puedo ayudar. Fue horrible, pero le agradezco que me enfocara en un sendero terapéutico más certero que a la larga me ha permitido superar el trastorno y recuperar la salud de toda mi musculatura pélvica.
Lo cierto es que cuando poquito después conocí la copa, lo primero que pensé fue: suena increíble pero, creo que dada mi condición, es inimaginable que siquiera me entre. O que entre sin que me desmaye del dolor. Por eso ni me animé a contar mis centavos a ver si me alcanzaría para comprarla ahí mismo (estaba con un presupuesto bien apretado, y en una ciudad distinta de donde vivía). Pero el gusanito se me quedó y, al mes siguiente, en mi ciudad fui a buscar a una distribuidora y no me importó nada: como pude junté los 50 dólares que costaba y la compré, porque ardía de curiosidad, aunque me aterraba pensar que mi vagina no me iba a dejar usarla. Porque, ¿sí sabes lo qué es el vaginismo? Es cuando los músculos del canal vaginal se tensan y se contraen involuntariamente, como si fueran un puño cerrado con mucha fuerza, bloqueando por completo ese orificio. En mi caso, la causa había sido el trauma de la violencia sexual, que por mucho tiempo tuve como un recuerdo cancelado de mi memoria.
Esperé con ansias que llegara mi sangrado. No se me ocurrió probar insertarla antes de sangrar, como ahora siempre le recomiendo a las primerizas. Esa noche preparé todo para el momento esperado: velas, música ligera, la tina con agua calientita, mi enamorado llevándome una copa de vino tinto y una tacita de té de canela, incienso… Más tarde mi prima me diría: ¡Siglinde! Tu ritual para insertar la copa por primera vez es más romántico que mis citas románticas. Así que me puse en cuclillas, con la tina ya medio vacía, doblé la copa, respiré profundo y me encomendé a los poderes superiores. Y ¿ya? -pensé- ¿Solita se deslizó hacia adentro, casi sin darme cuenta? ¿Y para eso tanta aprensión y drama? ¿De verdad? Híjole, a ver si no fue sólo suerte, a ver cómo me va cuando la saque dentro de un rato… Pues la saqué. Y también como si nada. ¿Y la podré volver a insertar, ahora aquí sentada en la taza? Porque ni modo que haga todo el teatrito a mitad del día otra vez, me dije. Pues sí. Cada vez he tenido que respirar profundo y pedirle amorosamente a mis músculos que se relajen, y cada vez se han relajado y acogido la copa en mi interior sin ninguna molestia. Yo sí soy de las que practico todo tipo de actividades físicas y ni me entero de que tengo la copa puesta.
Para mí, con la historia que tengo detrás, la copa ha sido simultáneamente un reto, un diagnóstico y también un vehículo de sanación. Me ha permitido observar mi estado muscular y gradualmente relajar y sentir ya no sólo la vagina, sino también el útero. Como diría Casilda Rodrigáñez, ensayista y mujer faro en todos estos temas: debemos recordar que no hay musculatura más elástica en todo el cuerpo humano que la del útero y la vagina. O sea, por ahí salen nada más y nada menos que la cabeza y los hombros de un bebé. Y no se supone que deba ser fuente de dolor. En muchas naciones originarias, las mujeres siguen viviendo sus periodos y sus partos sin estados de dolor extremo, como fue la realidad humana durante milenios. El dolor resulta generalmente de una musculatura con memorias de miedo o de trauma, tan comunes en nuestros contextos urbanos que aprendimos individual y socialmente, pero que también podemos desaprender y restaurar.