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Una utopía menstrual

Autor: Tania Siglinde
17 de agosto de 2022

Ya te he contado que durante mucho tiempo estuve muy enojada con mi condición de ser mujer en general y con mi sangrado muy en particular. La copa fue un primer paso mayúsculo en mi proceso de reconciliación: por un lado, dejar de generar basura, que era lo que más me escandalizaba en un principio; por otro lado, fiu… ¡la comodidad!; y, por otro lado más, le dio un pretexto a mi lado punk para hablar de menstruación sin esconderme ni cuchichear, como si fuera un tema de conversación de lo más universal.

Alzar la voz para hacer visible nuestro sangrado en contextos cada vez más mixtos, más públicos, en todo tipo de entornos, normalizándolo, ha sido maravilloso porque ha ido ampliando cada vez más mi panorama, hasta poder contar ahora con una visión clara y que me resuena no sólo intelectualmente, sino en toda mi memoria celular, de que las cosas no siempre han sido así como yo las viví y que es posible construir un paradigma comunitario distinto, mucho más armonioso.

Te relato la utopía como un cuento reconstruido a partir de muchas fuentes de los distintos continentes en los que me ha tocado convivir con naciones originarias, que en mayor o menor medida han logrado conservar nociones de sus prácticas ancestrales:

Érase una vez, en muchos lugares del mundo (¿o en todos?), en un tiempo ni siquiera tan remoto, asentamientos humanos de pequeñas dimensiones (el número idóneo según el antropólogo Robin Dunbar sería de máximo 150 habitantes por comunidad). Nuestra única referencia lumínica para registrar el transcurso del tiempo eran el sol, la luna y las estrellas y resulta que, sí, no era un mito: nuestro sangrado se sincronizaba con la luna nueva. Mi referencia principal es la nación Cree del norte de Canadá, pueblo nómada como muchos otros de esas regiones. Sus asentamientos consistían en carpas –que ellos llaman tipis– organizadas en un círculo, más una carpa grande comunitaria, ligeramente aparte, que era “el tipi de la luna”. Con la luna nueva, todas las mujeres, de todas las edades, nos instalábamos por unos días en esa carpa, para “menstruar juntas”. Fertilizar durante algunos meses consecutivos esa franja de tierra era nuestra labor y, como apoyo para que pudiéramos cumplirla, los hombres cocinaban y dejaban en la entrada del tipi suficiente comida para alimentar a todas. Transcurridos unos cuantos meses, la carpa se desplazaba y en ese lugar se sembraban hortalizas para aprovechar indirectamente el alimento que habíamos compartido con la tierra. Todas las generaciones convivían, desde las niñas que aún no tenían su menarca pero que se iban familiarizando para aprender a gestionar su flujo por imitación, hasta las abuelas que ya estaban en la menopausia, quienes compartían toda la sabiduría de su tradición oral. Nosotras, en nuestro momento más creativo y sin ninguna otra ocupación más que darle rienda suelta a nuestras manos y nuestra imaginación, cantábamos y contábamos historias, tejíamos, bordábamos, elaborábamos toda suerte de adornos y utensilios con cuentas de colores, hilos, telas, papeles, barro, maderas, y dibujábamos, pintábamos, plasmábamos nuestras visiones en un soporte u otro. Casi todas esas bellezas que ahora llamamos “artesanías” provienen de esos encuentros de luna nueva.

Es una imagen linda y reconfortante, ¿cierto? Nuestro sangrado no siempre fue objeto de tabú ni de vergüenza, de aislamiento ni soledad, de suciedad ni de incomodidad… ¡Cómo me hubiera gustado contar con modelos así en mi infancia y mi juventud! Yo, en mi enojo adolescente, solía creer que esas cosas de la luna y la sincronía y no sé qué eran puras fantasías sin fundamento, hasta que hablé de estas cosas con las abuelas. Experimenté entonces un alivio desconocido, y fui sintiendo resonar eso que al inicio del texto describí como una memoria genética o ancestral. Y luego, conforme lo he ido compartiendo con otras mujeres en espacios de autoconocimiento y salud femenina, he visto esta sensación reproducirse en sus propias memorias corporales. Esta visión colectiva y humana me aporta un cierto sentido de orden interno y de paz, de pertenencia y de respeto.

El autor John Perkins resume mucho de su tiempo de convivencia con pueblos de la Amazonía diciendo que lo que vemos del mundo existe primero en nuestras mentes. Estos pueblos sostienen que para cambiar el mundo primero hay que soñar sueños diferentes. De ahí mi urgencia de compartir esta utopía, para soñar un sueño en que nuestro sangrado sea motivo de orgullo y placer, como la fuente de vida que realmente es. Propongo este sueño delicioso de materializar nuevamente un pasado que ya ha sido, pues no se trata de “inventar” nada insólito, sino simplemente de informarnos, sentirnos y permitirnos recordar.

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Admin4ng3lCuP
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Responder a  Prueba 1

Buen dia Sergio, estamos realizando la validación de este pico